Diario de una Autista en el Trabajo

Publicado el 10 de enero de 2025, 20:35

Hace unos días dimití en la academia donde llevo 1 año y medio trabajando. Es una decisión que llevaba tiempo queriendo tomar, y estoy muy orgullosa de haber dado por fin el paso, pero no puedo evitar sentir también cierta pena y soledad. Estar en un entorno social, compartir espacios con compañeros de trabajo, me ha hecho volver a experimentar vivencias que había enterrado. Nunca he sabido encajar. 

No sé cómo participar en las conversaciones; o bien siento que aquello que pueda aportar es irrelevante y voy a hacer el ridículo, o bien me siento arrollada por la incapacidad de leer el patrón por el que se alternan emisor y receptor. Me siento como en aquellos juegos de saltar a la cuerda en los que dos personas la mueven, y una tercera persona externa tiene que saber cuándo unirse y saltar sin comerse el suelo. Sencillamente, no sé hacerlo. Así que evitaba los espacios comunes; cuando entraba en la sala de profesores me limitaba a llenar mi taza de agua caliente, saludar y darme por satisfecha si se me devolvía el saludo.

En las cenas de empresa, mi estrategia era pegarme a C, un chaval que me "adoptó" en la primera cena y que, sin saberlo, había firmado un contrato vinculante por el cual me iba a tener de lapa en todas las cenas venideras. A veces, incluso, sentía que me integraba, y era capaz de socializar con otros compañeros. Pero siempre había alguien ahí para criticar mi veganismo o mi decisión de no querer tener parejas, o para juzgar mis necesidades/capacidades como persona autista, o para criticar las neurodivergencias, aún sin saber que yo soy nd. Y acababa sintiéndome terriblemente sola.

Además de C y de mi jefe, sólo llegué a tener cercanía con R, compañera de departamento mía cuando di lengua. Durante el primer intensivo me invitaba a unirme a ella y tomar un té en los descansos. Recuerdo que, aunque lo hacíamos a diario, a veces no iba porque no me había invitado explícitamente, y quizá estuviera acoplándome sin permiso; me daba demasiado corte preguntar si estaba invitada. No sé si alguna vez sintió que la dejaba plantada.

Sin embargo, sé que nadie me echará de menos. La semana que viene haré pública mi dimisión, habrá mensajes cordiales y despedidas vacías; en la sala de profesores, en cambio, se comentará (instigado por cierta profesora amargada, seguramente), con alivio por mi marcha, cuán rara era, y aquellos que me vean estos días luciendo mi camiseta de "orgullo autista" acuñarán cómo ahora mi rareza cobra sentido. A sus ojos, seré una trastornada.

Cuando se incorpore la profesora nueva, la recibirán con alegría, agradeciéndole que me haya reemplazado, como ya les he visto hacer en otras ocasiones. Y, poco a poco, el recuerdo de esa profesora de Filosofía que se coló en el departamento de lengua por saber hacer sintaxis, de aquella asocial, vegana, con pintas raras que almorzaba cocido a las 12:00 a.m. en los intensivos, se irá desvaneciendo.

El consuelo que me queda es el legado que he dejado en mis alumnas. Desde el privilegio que me otorgaba no necesitar económicamente ese trabajo, he podido enseñar con verdadera libertad. Les he enseñado que la leche viene de vacas violadas, que respetar a los animales es ser vegane, que las personas nb y arro-ace existen, que las neurodivergencias no son un maldito trastorno. Sé que he quitado varias vendas de sus ojos y, sobre todo, les he demostrado que se puede enseñar sin hacer uso de la autoridad ni de la jerarquía, que en mis clases toda pregunta es bienvenida, que puedo equivocarme y reconocerlo sobre la marcha, que pueden tener razón ellas y yo no, sin que por ello se cuestionen mi capacitación como profesora o mis conocimientos en Filosofía. 

Me quedo con un comentario que me han hecho varias veces: "preferiríamos una clase doble de Filosofía contigo antes que dar la clase de Filosofía y luego la de lengua" (que imparte, por cierto, cierta profesora amargada). En la sala de profesores seré una paria, pero en mi aula, con mis alumnas, he conseguido encajar, y creo sinceramente que se acordarán de mí mucho tiempo; yo, desde luego, me acordaré de ellas. Sólo por eso, ha merecido la pena.

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