Cuando pienso en mi adolescencia, siempre me recuerdo a mí misma en una estancia amplia, de muebles cómodos y suelos de mármol. Una estancia de tonos claros y ambiente frío, incluso en verano. Una estancia que, de alguna forma, no me acoge, sino que está imbuida por cierto aura que me repulsa, me espanta, me expulsa. No soy parte de aquel lugar, no debería estar allí, me siento una intrusa que no es bienvenida. Aunque, claro, quizá no fuera por la estancia en sí, sino por quién la habitaba.
Cuando recuerdo aquella estancia, siempre me figuro a mí misma de pie, a punto de salir. Y en frente mía, a él, erguido, con semblante serio y la decepción grabada en sus ojos. Su mirada me objetiva, me hace pequeñita, y sus palabras me asfixian bajo el peso de una carga desmesurada: la responsabilidad de que mi hermana crezca con padre, la necesidad de encarnar a la hija perfecta, y el constante recordatorio de que no soy suficiente.
Cada fibra de mi ser me pedía huir, pero sabía que escapar de aquella casa implicaba no poder huir nunca del peso de mi conciencia, sabía que la culpa siempre me acompañaría. Que un buen día, tras un ataque de llanto por el elitismo del conservatorio, de repente cogiera la puerta y me fuera, es algo que ni siquiera yo supe predecir.
La siguiente estancia que recuerdo es pequeña, de muebles viejos y paredes coloridas. No me siento agusto allí, hay algo en ella que hace el aire pesado y me fatiga. Sin embargo, tampoco tengo fuerzas para salir, ni un sitio al que ir que me haga sentir en casa. Así que me siento en la cama, y me limito a llorar en silencio. Una hora, otra hora, otra hora. Recuerdo a mi madre sentada a mi lado, cargando con su propia culpa, impotente, porque no pudo protegerme de mi padre. Yo no la culpo, no hay nada que pudiera haber hecho. Me culpo yo, porque yo tampoco pude protegerla a ella de él. Me convirtió en su marioneta, en un arma arrojadiza, y me utilizó para hacerle daño. Mi pasado oscuro, mi cadena, mi condena. La familia que añoraba me recibiera con brazos abiertos también me culpaba, y me dolió que no me aceptaran, pero lo entendí. Al fin y al cabo, fue culpa mía*.
La culpa me oprimía, me ahogaba, comprimía todo mi ser hasta dejarme sin respiración. Y yo lloraba, y lloraba, y lloraba, porque había hecho daño mi madre, a quien yo quería, y porque mi padre, por quien tanto hice, no me quería. Nunca fui suficiente.
Pasaron mis días entre lágrimas silenciosas, hasta que una noche tuve un sueño. Suigintou**, la muñeca rota, la encarnación de la ira por el rechazo que sufrió, se presentó ante mí. No pude hacer otra cosa que abrazarla. Y fue entre sus brazos cuando entendí que yo era ella, que la comprendía, que no la culpaba, que la quería. Y dejé que las lágrimas borraran mi culpa.
El tiempo, inexorable, siguió su camino, y la semilla del miedo que mi padre plantara creció dentro de mí. A no ser suficiente, a ser abandonada. A perderlo todo en cualquier momento, a quedarme sola, a volver a aquel infierno. La carga de mi padre me rompió, y no fui capaz de quererme. Tuve que aferrarme desesperadamente a un clavo ardiendo. Y, de alguna forma, asumí que si mi padre no me quería, el amor debía de ser completamente opuesto a lo que él me dio. Estar ahí, incondicionalmente, pase lo que pase y por encima de todo. Si una persona incapaz de priorizar a su hija sobre su honor no podía amar, amar debía ser priorizar a le Otre sobre una misma. Porque eso era, al fin y al cabo, lo que yo necesitaba. Alguien que me diera todo aquello que yo no era capaz de darme, y que exorcizara mi miedo a la soledad.
Me convertí en la encarnación de la abnegación. Por aquellas personas que consideraba mi familia, lo daba todo. Creo que en aquel entonces ni siquiera fui consciente de la contradicción de esa creencia: es imposible dárselo todo a varias personas, siendo el tiempo limitado. Ni siquiera recuerdo haber tomado la decisión de establecer una jerarquía, supongo que siempre fue la opción evidente, tras años y años de educación amatonormativa y heteropatriarcal: priorizar el amor romántico sobre la amistad y cualquier otro tipo de vínculo, incluidos los de sangre. Al principio fue algo tremendamente normativo, ya que si bien entre mi familia de sangre no me sentía querida, mis amigues me aportaban tanto o más que quien fuera mi pareja en aquel entonces. Con el tiempo, cobró algo más de sentido, ya que mi pareja pasó a ser la persona con quien más congeniaba. Si bien no deconstruí aquellas insidiosas ideas sobre el amor romántico, al menos sí aprendí a elegir mejor a mis parejas.
Sin embargo, el paso del tiempo trajo consigo un creciente caudal de lágrimas que delataban mi rotura. Dar tanto durante tiempo me había quebrado, sobreproteger a mis seres queridos me había dejado expuesta a la intemperie. Se hizo imperiosa la necesidad de poner límites, de escucharme a mí misma. Me di cuenta de que me hacía pequeñita para que algunas personas no se fueran, y que eso, lejos de reconfortarme, me dañaba. No sé cómo pude volver a caer en las garras del amor condicionado, en qué momento volví a tomar como mía la responsabilidad de que alguien que no me quiere no se vaya. Sin embargo, incluso mis dinámicas con personas que genuinamente me querían me hacían daño. No sólo mi tiempo es limitado, también lo son mis fuerzas. Creo que fue la primera vez en toda mi vida que asumí la tarea de sanarme como una responsabilidad mía y sólo mía. La primera vez que acepté que no tenía que llevar el peso del mundo sobre mis hombros.
Me di cuenta de que todo este tiempo había asumido que, de la misma forma que yo no pude vivir sin Álvaro, mi primera pareja, mi gente no podría vivir sin mí. Que necesitas a una persona que te lo dé todo, y que querer a alguien es protegerle a toda costa de la soledad, de lidiar con sus propios problemas. Siempre me culpé a mí misma por poner esa carga sobre Álvaro, y de alguna forma me pareció justo llevarla yo por les demás. Pero nadie tiene ese poder, ni merece esa responsabilidad. Ni siquiera yo.
Tuve que aprender a construir barreras en lugar de escudos. Había protegido a les demás en un castillo de cristal que, con el peso del tiempo, amenazaba tornarse una tormenta de esquirlas, porque todo decae, se agrieta, se rompe y resurge de las cenizas. Siempre vi en el cementerio renacimiento y vida. Y fue en la soledad de sus ruinas que volví a encontrarme.
Notas a pie de página:
* Este texto está escrito desde mi perspectiva en aquel entonces. Hoy en día, condeno y vilipendio la deleznable actitud de mi familia en aquel entonces.
** En el anime Rozen Maiden, Suigintou es una de las 7 muñecas creadas por el alquimista Rozen, con el objetivo de que encarnaran la Perfección. Alerta spoiler: considerando a Suigintou, la primera muñeca, un intento fallido, la rechaza y abandona, lo cual genera en ella gran ira y resentimiento contra sus hermanas a la par que busca desesperadamente la validación de su "padre".
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