Hay ciertas imágenes que me han acompañado desde hace mucho tiempo, metáforas que me ayudan a comprenderme a mí misma, refugios que me permiten habitar mi ser. La rosa, el cristal, el agua, la bomba. Son una parte tan natural de mí como el respirar, más cercana a mi esencia que mi nombre.
Siempre me he sentido inexorablemente unida al agua. Muchas veces, mi ser se me antoja torrente, una explosión de ira que arrasa con todo a su paso y que me inunda, me invade, y con su cauce traza mi camino. A veces sólo encuentro luz en mi interior en la tormenta.
A veces, sin embargo, es el mundo quien me hunde, y siento que su crudeza me ahoga en un mar frío y sin fondo. Recuerdo cuando escapé de casa de mi padre, esperando encontrar el abrazo de mi familia, y encontré la soledad y el rechazo. Solía imaginarme a mí misma sumergida en un mar en calma, tan consumida por tratar de escapar de la tormenta recién amainada que sólo me quedaba la paz propia de la resignación, y me hundía alzando mi mano, esperando que alguien la cogiera y con un simple y fácil gesto me sacara, al fin y al cabo el mar ya estaba en calma, lo peor ya había pasado. Podía ver en la superficie los rostros de quienes pensaba que eran mis salvadores, mis dedos a punto de alcanzar la superficie, pero ellos nunca me miraban, nunca me tendían la mano. Y, en algún punto, acepté mi trágico destino, dejé de esperar y acepté mi naufragio.
Al menos aquella vez era consciente de que me ahogaba. De alguna forma, he aprendido a habitar el naufragio, a vivir sin respirar, a olvidar la superficie y, a veces, me sorprendo a mí misma llorando sin motivo aparente en busca de ese instante de lucidez que despierte en mí el instinto de inhalar antes de que mi llama se apague. Cada día que pasa me siento más confinada a habitar en los márgenes, pareciera que la autarquía se hubiera convertido en ostracismo. Cada día que pasa siento más el páramo a mi alrededor, la tormenta en mi interior. El naufragio parece haberse fundido con mi ser.
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